Cuando en una camilla llevan a una pobre muy despanzurrada o a un niño que ya no es más que un revoltijo de trapos y sangre, la muchedumbre de curiosos se siente estremecida por el horror. Cuando el que pasa exánime en las parihuelas es un varón adulto, el hecho, por esperado, parece naturalísimo y nadie se siente obligado a conmoverse. La capacidad de emoción, limitada, exige también economías. En la guerra no se administra el sentimiento con la misma largueza que en la paz.
Manuel Chaves Nogales